Durante el confinamiento mundial (que no fue mundial ni simultáneo) por coronavirus, el artista cubano Alexis Valdés escribió este poema, titulado Esperanza. Esperanza se esparció por el mundo, se declamó a muchas voces y conmovió a los que tienen corazón. De inmediato, apareció gente asegurando que el poema no era del cubano sino de Benedetti, o de una señora que murió hace doscientos años, o de cualquiera menos de Valdés. Poco le faltó al cubano para hacerse una prueba de ADN y demostrar su paternidad.
Ilustrativo alcance el de la esperanza. Decía mi hermano, Mauricio, que el bien existe porque existe el mal, y no al revés, como decía yo. Mauricio tenía razón. Duele este mundo que arde, figurada y literalmente, no hay corazón que lo resista. Y sin embargo, la cotidianidad sigue albergando belleza, he allí, quizás, el refugio para nuestra ilusión.
En mis idas al mar, suelo ver a una pareja de ancianos. Él es largo y huesudo, ella es alta y corpulenta. La frente de él le llega hasta la nuca y allí tiene cuatro pelos lacios y grises. Ella tiene seis o siete rulos de algodón. Se ayudan uno al otro a levantarse de sus sillas playeras y de la mano se acercan al mar con mucho cuidado. La playa a la que voy suele tener piedritas y piedrotas, a veces una piscina natural muy bajita, en la que hay pececitos que parecen renacuajos, y solo después está la orilla del mar. La arena dentro del mar no es pareja, un paso en falso puede torcer el tobillo más robusto. He observado a esa pareja meterse al mar frío, de la mano, zambullirse y chapotear sin soltarse. Pasan tanto tiempo en el agua que dejo de observarlos y cuando yo salgo de mi propio baño, los veo sentados de nuevo en sus sillas playeras. Conversan, miran el mar o dormitan, nunca tienen un teléfono en la mano.
Una perrita muy amada por su familia murió hace poco. Su familia aligeró el dolor de su pérdida y Pimienta heredó su comida. Del cielo nos cayó, literalmente, un paquete inmenso de bolitas para perro, que acá llaman pienso. Yo tomé una bolsa, la rellené y Pimienta se la regaló a Mojo, nuestro vecino que durante el confinamiento de vez en cuando entraba a nuestra buhardilla a darse una vuelta feliz.
El clima cántabro hace lo que le da la gana, cuando le da la gana y de la forma que le da la gana. Un martes llovió. Recibí el sonido de la lluvia feliz, harta del calor que puede llegar a ser agobiante. Pero no llovió como Dios manda sino horizontalmente. En el par de minutos que pasaron entre mi sorpresa y mi carcajada, me empapé en el sillón.
Una noche, regresando de nuestro paseo, caminábamos por una vereda cuando un señor bajó la persiana de su negocio con tanta fuerza que Pimienta y yo pegamos un salto y a mí se me alisó el pelo. El señor se dio cuenta y me sonrió con todo su corazón. Miró a Pimienta para hacerle un cariño, ella le movió la cola y él dijo “¡pero qué tranquilita que se ha quedáo, menudo susto que le he pegáo!”.
Regresando de la playa, me topé un día con una señora mayor con un vestido fucsia muy bonito, y se lo dije. “¡Me lo han traído de Pakistan, hija!”, respondió la señora feliz y me lo mostró de frente, de costado, y por detrás.
Un hombre peludo y con buenos modales me cedió el paso en un ascensor. Valiente y cortés hombre peludo que me recordó a los míos. Benditos sean los hombres de buenos modales y que no se depilan, amén.
Mi investigación de tío Domingo es tarea inacabable. Mi espíritu favorito me tiene leyendo todo lo leíble para entender su proceder. Sólo sentido común encuentro en él, una ecuanimidad apasionada que resultaría una contradicción de términos en cualquiera que no apellide Gutiérrez Cueto. Hasta mi Gigante anda intrigado siguiéndole la pista y preguntándome por él.
Sigue a mi lado, tío Domingo, el mundo está doliendo demasiado.
Seguiré anotando cada cosa buena o grata que vea, para aferrarme a la esperanza. Quizás así, "cuando la tormenta pase, Dios nos devuelva mejores, como nos había soñado."
Úrsula Álvarez Gutiérrez
Santander, 13 de setiembre 2020
ALTERUM NON LAEDERE* (de Domingo Gutiérrez Cueto, 1892)
Asomados a la única ventana de la habitación que ocupaba un amigo nuestro, empleado del establecimiento, mirábamos el patio de los locos, un corral de altas tapias, donde su guarecían los asilados en los días lluviosos. Precisamente la lluvia había ahuyentado aquella tarde a los locos, ocultos a nuestra vista bajo el tejado del patio; sólo dos o tres de los más distraídos paseaban impertérritos, con la cabeza desnuda y el rostro indiferente a la cellisca, a lo largo del corral desabrigado, insano, incómodo, sin un asiento en ninguna parte; un corral como los que se usa en las plazas de toros para capilla de las víctimas, cuya ferocidad se contempla aquel día desde lo alto de las tapias o desde altas ventanas, como nosotros observábamos aquella otra especie de ferocidad.
-¿Ven ustedes aquel? – dijo el empleado indicando a otro loco que salía del escondite. – observen ustedes cómo anda.
El loco andaba, en efecto, de un modo muy extraño, con paso lento y tímido, cual si temiera lastimarse los pies, y tanteando con ellos el suelo como para probar su consistencia.
-Ese teme, por lo visto, que le trague la tierra.
-No, no es eso; es otra manía. Ahora – y más vale así, porque siquiera está tranquilo –anda como pisando huevos; en cambio otras veces le da por pisotear con furia, como si quisiera hundirlo y hollarlo todo, y acaba por acometer a sus compañeros, hasta que hay que ponerle la camisa de fuerza. Pero todo eso obedece, en efecto, a una manía, y la manía tiene su historia, su lógica… Y crean ustedes que la verdadera manía la tiene ahora, que está tan pacífico; la culpa de todo la tiene esa paz, que conduce a ese loco a la ferocidad, naturalmente, por naturales exasperaciones, casi legítimas. A mi juicio, la furia en este loco es su forma de reacción, la cual, si fuera posible contenerla a tiempo, graduarla, sería la salvación de ese hombre. Por ahora me parece que está muy loco; miren ustedes…
El loco se había parado, y mientras alargando un pie tanteaba el suelo con exquisita suavidad, sin decidirse a hollarle, se erguía sobre el otro pie vacilando en equilibrios imposibles, extendía los brazos apercibidos al vuelo y, a falta de alas, batía los codos ansiosamente.
-Pero ¿qué quiere ese hombre?
-Quiere volar; es indudable.
-Así es la verdad - dijo el empleado. Pero no está ahí la manía…
-¿Cómo que no…?
-Como que esa manía es una vulgaridad, y este loco no tiene nada de vulgar. No aspira al vuelo por el vuelo mismo, sino con aspiración más legítima basada en muy poderosas razones; no tiene envidia a los pájaros del aire, sino lástima a los gusanos de la tierra.
-Explíquese usted, o acabará por asustarnos… usted también.
-Tranquilícense ustedes; voy a explicarme… por más que esta misma promesa no sea de las más tranquilizadoras. Por mi parte, siempre desconfiaré de los que se explican demasiado.
-Mucho ojo entonces, porque se explica usted bastante. Volvamos al loco, al de ahí abajo, que es la cuestión.
-Ese loco, donde ustedes le ven, es un gran moralista; un moralista que, de deducción en deducción, ha venido a menos.
-A ver, a ver… Eso promete.
-No, si no voy a referir ninguna historia; Dios me libre. En primer lugar no la sé, y además creo que no importa; razón que merece a su vez el primer lugar. Basta saber que el señor ese quiere volar porque está decidido a no hacer daño a nadie.
-Tanto es justo; alterum non laedere…
-Sí; por ahí se empieza; después, de deducción en deducción… las personas sensatas se quedan en el camino y se hacen pasar por moralistas; pero los verdaderos moralistas, apurando la consecuencia, paran aquí, llenos de razón, como ese loco que no quiere dar un paso por no herir a los gusanos de la tierra.
-Es una manía bien rara.
-No lo creo así. Precisamente, hace unos días leí un cuento de un gran escritor y gran moralista, el cual jura y perjura al final del cuento que él, por su parte, no volverá a matar un pájaro en su vida. No creo que esta declaración haya influido hasta ahora en los mercados de caza; pero sí que semejante manía va influyendo de un modo bastante alarmante en la literatura fin de siglo.
-¿Y qué? Puede que tengan razón.
-No lo niego; como tampoco niego la razón a este infeliz. Lo que hay es que él mismo acaba por negársela cuando, cansado de no saber dónde ponerse, salta por fin impaciente y arremete contra todo, cerrando furiosamente los ojos. Puede que, si la manía cunde, el mundo entero, más constante, es decir, más loco que este loco, sea capaz de aguantar la respiración hasta el fin. Puede que se considere oportuno, cuando todo es hostil y nada escucha, levantar nosotros, los débiles, la blanca bandera que leve instante flameará en las tinieblas tormentosas, cual débil llama que arrebata el huracán.
Domingo Gutiérrez Cueto
Escrito a los veintidós años de edad en EL ATLÁNTICO, 1° diciembre 1892
*ALTERUM NON LAEDERE: “No dañar a otro”, segundo de los tres preceptos del derecho (Los Principios del derecho son: vivir honradamente, no hacer daño a otro, dar a cada uno lo suyo). Diccionario panhispánico del español jurídico. Asociación de Academias de la Lengua Española. dpej.rae.es
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